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No deja de ser interesante, personalidades como
Alcántara y Maikel Osogbo proponían un nuevo tipo de liderazgo; que emanado de
la misma naturaleza popular de la realidad, insistía en este carácter no especializado
suyo. Era también contradictorio, pues lo más que ellos —y su entorno— podían
hacer era negarse a seguir el desarrollo natural; es decir, no desarrollarse en
un sentido específico, sino negarse a toda corrupción, en el hedonismo puro de
su existencia.
No obstante, eso sí refleja una carencia, que
exige algún desarrollo, dirigiéndolo a alguna madurez política; y es la de la
realidad del negro cubano, que todavía asume su negritud por defecto —lo que le
tocó— y no positivamente. Después de todo, sobre toda la nación y no sólo sobre
los negros se erige el problema nacional, que es político; pero este problema
no puede imponer una prioridad sobre la especial del negro, so pena de perpetuar
su conflictividad.
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La unidad nacional nunca fue real más allá del
pensamiento martiano, que era moralmente sublime pero no pragmático; y esa sublimidad
moral es la única base de esa unidad nacional, pero como violencia —no plenitud—
contra lo cubano. Puede parecer paradójico, pero no lo es, desde la misma asamblea
de Guáimaro en que se funda la nación como prospecto; no como una reunión de patriotas,
sino de anexionistas obligados a la precariedad de la alianza con el
independentismo; y eso por la sencilla razón de su mutua debilidad, en el mismo
impase que mantiene irresuelto el estado de Puerto Rico para los mismos
puertorriqueños.
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No es extraño entonces que aún hoy los negros
sean impresionables con ese fantasma de la unidad nacional; lo son todos los
cubanos, enfrentándose entre sí por su causa, cuánto no lo serán los jóvenes
negros. No obstante, como en el caos que es, la realidad no puede evitar la
confluencia de sus determinaciones; y eso explica la magnífica floración de San
Isidro, como un momento especial, en que lo negro podía sentar su propia
fundación.
Pena que el proceso sea desmesurado en la
complejidad, como todo lo que envuelva a Cuba de algún modo; con esa tendencia
al nacionalismo —tan triunfante como ilusorio— en que ancla siempre sus
aspiraciones. La debilidad de San Isidro, como la de todo lo cubano, sería esa
existencia por defecto, no positiva sino negativa; porque en ella ignora sus
propios referentes más allá de lo cubano, con los que puede contribuir al
desarrollo nacional.