Saturday, October 8, 2022

El miedo al negro en Cuba

El miedo al negro es un tema viejo en la tradición política cubana, que sin embargo persiste en su rara actualidad; no tal vez en el terror a la virulencia de la revolución haitiana que lo inspirara al principio, pero todavía efectivo. Hoy día supura en las negaciones de la necesidad de un caucos negro, que pueda condicionar las políticas nacionales; reproduciendo las reticencias de la Enmienda Morúa, pero mil años después, cuando la experiencia ha demostrado esa necesidad.

La propuesta del Partido Independiente de Color (PIC) era quizás excesiva en su momento, pero trataba de corregir una realidad; y ese exceso puede haber sido la simple incapacidad para negociar su existencia, en un momento  políticamente cargado. No obstante, el Partido Independiente de Color surgiría justo por la incapacidad nacional de negociar una integración racial efectiva; y por eso se habría tratado de una colisión inevitable, como las contradicciones naturales a todo desarrollo dialéctico.

En ese sentido, el sacrificio de Estenoz y los otros líderes del PIC adquiere tonos crísticos antes que críticos; y se vuelve positivo, al sentar un precedente político que puede madurar en un momento más productivo. Ese podría ser este momento, en que el país ha agotado todas las variantes del mito de la unidad nacional; más escandalosamente inconsistente cuanto más se hurga en la historia de Cuba, y se descubren sus incongruencias y ambigüedades.

Primero, por ejemplo, por la falsa vocación independentista del país, que requirió una táctica de tierra arrasada; a cargo de Máximo Gómez como su estratega más importante, pero por las dimensiones pírricas de sus victorias. No se olvide la costosa victoria de las Guásimas, que consumió los recursos de toda la guerra, ni la muerte del presidente de la República en Armas; tampoco su autoritaria preferencia por el autoritarismo de Maceo, ni —respecto a este— la nebulosa desaparición de Flor Crombet; y añádase al coctel el rosario de tendencias que confluyera en Guáimaro, explicando en ella misma el desastre que le seguiría.

De ahí a la debilidad de Estrada Palma, cuya única virtud habría sido la honestidad presupuestaria, todo se explica; y Cuba no habría tenido nunca ni idea ni intención de unidad, como no sea respecto a su estructura racial. En este sentido aún, la sociedad cubana —como toda otra sociedad— es racista, porque la raza es un objeto discriminable; y toda sociedad se estructura en la discriminación, asignando recursos según la función específica de sus diversos estratos.

Hay diferencias entre el racismo norteamericano y el hispano, pero son funcionales y de grados, no de consistencia; pero en ambos casos se trata de una característica política, que produce la misma disfunción de la estructura en general. Ciertamente, el problema racial cubano es parte —tan importante como las otras— de las contradicciones del país; su posposición entonces sólo repercute en la de la solución a las mismas, como condicionante que las afecta en todo sentido.

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Es entonces un signo de madurez política la existencia de un grupo de interés racial, como de todo otro interés; que establecido en la especialidad de sus necesidades concretas, negocie y condicione en ello el desarrollo posible. Esa es al menos la esencia de la democracia moderna, incluso como ideal inalcanzable, frente al autoritarismo feudal; que siendo el modelo prexistente en Cuba, debía llamar la atención sobre esta necesidad como extrema y hasta especial.

El argumento de la inexistente unidad nacional, sólo resaltaría la poca seriedad de la oposición a esta necesidad; y por consiguiente, agrava una confrontación que se profundiza en la misma medida en que se le niega, como todo trauma. El país ha tenido espacio y tiempo suficiente como para que sus incapacidades salgan a la luz, y ya es hora de que las asuma; y el miedo al negro es sólo un fantasma que impide el desarrollo armónico, en la tozuda inmadurez de nuestra cultura política.


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