José Antonio Aponte |
Hasta la llegada del capitán general
O’Donnell, la sociedad cubana se movía a una integración racial efectiva; con
la prosperidad de negros y mulatos, en una burguesía menor pero eficiente, con
sus repercusiones culturales; que sí alarmaban a las élites locales, con sus
pretensiones de pureza de sangre, como una aristocracia emergente. La acción de
O’Donnell no sólo detuvo sino que de hecho revirtió este proceso, con una demarcación
racial de la burguesía; que así preveía la eventual formación de capital
suficiente entre los negros, que les permitiera emerger por su propia cuenta.
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Como en ese caso, el patrocinio del
problema racial por el liberalismo desconoce esta ambigüedad histórica; y
pasando por alto los casos históricamente probados de rebeldía de los negros,
prefiere este valor simbólico por sobre el histórico. Eso es comprensible, los
actos de rebeldía racial tienden a privilegiar formas sociales conservadoras,
dada su precariedad política; la mitología histórica permite en cambio el desarrollo
de una cosmología política, sobre la concepción humanista de la modernidad, con
su manejo a nivel ideológico.
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Eso explica la necesidad de basar esta
agrupación en un símbolo —con valor conceptual—, no un hecho histórico; que en
ello permita su uso en favor del estado, por medio de su manipulación
ideológica, antes que su contradicción. Eso, después de la pérdida de una
figura como Fidel Castro, que garantizaba el ascendiente sobre los negros
norteamericanos; cuya militancia, exacerbada por su propia historia de
segregación, es un instrumento político en las relaciones con Estados Unidos.
Más allá de esta manipulación, la Sociedad
Aponte sí cumpliría sin embargo una función efectiva para los negros;
tradicionalmente desprotegidos para los traumas políticos del país, como
demostrara la propia revolución cubana. Esta función sería su misma agrupación,
como organismo reflexivo que puede funcionar luego del desastre; cuando en la
crisis que suceda, los negros necesiten una organización capaz de ejercer esa
función, imposible de otro modo.
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Esta permanencia de la Sociedad Aponte,
permitiría su posterior atomización en grupos de reflexión especializados; cuya
existencia dependería entonces —luego de la precariedad actual— de su propia
eficiencia política, no de una necesidad del estado. Los negros ya tenemos así
nuestro propio organismo de fuerza, con el que mediar en el futuro desarrollo
del país; no esperando una voluntad de integración que no le es propia, pero
forzándola desde nuestra propia necesidad. Se trataría de hecho de una conciliación
transhistórica, del Asociacionismo original de Juan Gualberto Gómez; que
contradicho por el anti segregacionismo de Morúa, todavía muestra su
instrumentalidad capital en el desarrollo de la negritud.
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