La mente brillante de Du Bois le hace funcionar
para el negro como a Hegel para Occidente, nada menos; pero también nada más
costoso, por el precio de esa redención, que le hace recorrer dichoso toda
atrocidad. Du Bois es el líder negro que confrontó a todo otro líder negro, y a
ningún blanco que pretendió ese liderazgo; sus víctimas no fueron sólo el estoico
Booker T. Washington y el sagaz Isaiah Thornton Montgomery; sino incluso el
venerable Frederick Douglas, con su frente de mármol negro, y con el que nadie se
atrevería.
No sólo se atrevió Du Bois, sino que incluso fue
contra el inefable William Monroe Trotter de brillosa frente; en un acto que significaba
diluir el Movimiento del Niágara —nada menos otra vez—, para caer en los brazos
de la Señorita Ovington. Es aquí donde el rostro de Du Bois se deshace en las nebulosas de su propia
vida, y ya nadie puede comprender nada; muchos años después escribiría Aguas
turbias, un libro singular, en el que trataba de justificar su turbia
extrañeza.
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No hay que ignorar la circunstancia histórica,
a mediados del siglo XIX, el trabajo menial era un horror en todas partes; peor
aún, estaba asociado a la raza, y por ende era como una fatalidad, a la que
nadie podía sobreponerse. Pero esa fatalidad de casta hindú permitía la redención
humanista que buscaba Du Bois, y que encontró en su negación; porque si atroz
fue la madeja de contradicciones en que se desarrolló este redentor, también de
luminosa fue su redención.
Cabe preguntarse si este reconocimiento, que
roza el cinismo, no es la pista que desentraña el misterio de su ineticidad; es
cierto que está planteado como un argumento retórico, para justificar el
esfuerzo de su especialización populista. Por eso mismo, sin embargo, se abre
en una ambigüedad imposible para un hombre de tanto fuero intelectual; como otros
pasajes de Aguas turbias, en que describe su trauma en la futilidad de
un romance frustrado con una niña blanca.
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Por supuesto que es a la inversa, pero con los instrumentos
que sólo ese elitismo puede obtener en su especialización; penetrando en la
excelencia misma que corroe a Occidente, para hacerle participar de esa misma corrosión.
Sólo así pudo Du Bois tomar entre sus manos el diamante que tanta fatalidad
había traído, la defectuosa ontología hegeliana; y tallándola con sus manos de avaricioso
soberano inglés, colocarlo en su propia corona, para iluminar al mundo.
Nadie debe equivocarse nunca, ni con Du Bois ni
con nada, porque ese es el misterio del sacrificio de la vida; no una existencia
impoluta de santón del desierto, con la vaciedad de sus oraciones pretenciosas,
sino la muerte. Ese es el mérito de Du Bois, la corrupción innoble por la que
pudo acceder a la comprensión del destino humano; y redimirlo así con la
atrocidad de su vida, que —de tan terrible— sólo los hipócritas alaban sin espantarse.