I – La corona de la reina Quet
El imperio Gullah Geechee de la
reina Quet puede parecer patético, pero tiene más sentido del que muestra; incluso
reflejando el esfuerzos del liberalismo tradicional, tratando de subordinarse
la marginalidad de los negros. Más allá de este patetismo, funcionaría como un
contra ataque efectivo al radicalismo que reclama el territorio; un forcejeo
comenzado con el mismo siglo XX, con las aspiraciones estratégicas de ese mismo
liberalismo en su proyección política.
Por supuesto, primero habría que diferenciar
estas tendencias del liberalismo y el radicalismo occidental; reducidas a sus
principios funcionales, por la evolución dialéctica de ese liberalismo en una
función conservadora. En realidad, ambas corrientes serían desarrollos
distintos de la misma tendencia del humanismo liberal moderno; una a través del
capitalismo burgués, la otra de su radicalización en las luchas atribuidas al
proletariado en su reivindicación.
Toda esa apariencia, en tanto
retórica, se refiere a la fuerza real que impulsa al imperialismo
norteamericano; desde el financiamiento de su independencia por Francia, al
establecimiento de su reserva federal por la banca europea. Estas habrían financiado
también el viaje de Lenin, con la caída del imperio ruso y sus planes de
industrialización independiente; saboteando, siquiera indirectamente, su
temprano republicanismo, con el golpe de estado bolchevique. Mientras tanto, el
liberalismo tradicional se proyectaría sobre la misma área, con su propio
carácter burgués; que sin la radicalización de la luchas por el proletariado,
propiciara el mismo modelo de proletarización de la sociedad.
Esa es la guerra sorda que se libra
en la nación Gullah Geechee, esgrimiendo las armas retóricas del antirracismo;
que violentas en un caso —por la legitimación revolucionaria— y retórica en el
otro, entona las alabanzas de la Nueva África. Así, ese esfuerzo identitario de
la reina Quet sería en verdad por retener la costa este norteamericana bajo
jurisdición liberal; amenazada de continuo por la violencia revolucionaria del
falso proletariado, en la misma manipulación política de los negros.
Du Bois, no hay que olvidarlo,
atraviesa con todas sus contradicciones el vendaval de la época más vertiginosa;
distinto, como el romanticismo salvaje alemán del bucólico inglés, a esa calma
que amanera políticamente a Quet. Ni el venerable Frederick Douglas ni el
integracionista de Tuskegee, nadie puede comprender esa pasión; sólo quizás —y he
aquí la paradoja— la misma nostalgia que manipula a Quet, recorriendo las
costas de Georgia en nombre ajeno.
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